El Final del Pulpo
Brenda VegaShare
Había una vez un pulpo llamado Octavio, conocido en todo el arrecife por ser el más trabajador. Con sus ocho tentáculos, no paraba nunca: construía, limpiaba, organizaba, ayudaba. Mientras los demás jugaban entre corales o descansaban bajo la sombra de una alga, él seguía adelante, agotado pero incapaz de detenerse.
Un día, completamente rendido, Octavio se detuvo por un instante y suspiró con el alma cansada:
Si tan solo estuviera enfermo… al menos podría descansar. Los enfermos sí que la tienen fácil.
Movido por esta idea, fue a visitar a Pompilio, un pez enfermo, que yacía en una cama de corales pálidos. Su piel estaba apagada, su cuerpo tembloroso, y cada aliento parecía una lucha contra el mar mismo.
¿Es fácil estar enfermo? le preguntó Octavio con curiosidad.
Pompilio le sostuvo la mirada con una sonrisa forzada:
Fácil… no es. Estar enfermo es sentir cómo el cuerpo se va desmoronando poco a poco. Cada respiro duele. Cada hora pesa. A veces cierro los ojos y me imagino preso, pensando que al menos allí, tendría salud para enfrentar el día. Los presos sí la tienen fácil… o eso pienso a veces.
Conmovido, Octavio decidió visitar la prisión marina: un viejo barco hundido, oxidado y sombrío. Allí conoció a Cascarón, un cangrejo que arrastraba sus pinzas por las paredes oxidadas, lleno de angustia y desesperanza.
¿Es más fácil ser preso que estar enfermo? le preguntó Octavio.
Cascarón soltó una risa amarga que retumbó entre las maderas del barco:
¿Fácil? Aquí los días no tienen luz ni propósito. No es solo el cuerpo el que está atrapado… es el alma. A veces me consuelo pensando que los ricos sí que la tienen fácil: duermen en paz, no importa si están enfermos o encarcelados. Ellos viven rodeados de belleza, sin miedo al mañana.
Con el corazón cada vez más confundido, Octavio nadó hasta el punto más alto del arrecife, donde vivía Don Coralio, un majestuoso caballito de mar, dueño de jardines submarinos, perlas gigantes y palacios.
Octavio quedó deslumbrado por el esplendor de aquel lugar. Pero al final del gran salón, encontró a Don Coralio, solo, contemplando en silencio el horizonte azul.
¿Es fácil ser rico? le preguntó Octavio.
Don Coralio tardó en responder. Su voz, cuando habló, era grave y serena:
He estado en el hospital, como un pez sin fuerzas. He vivido tras rejas, como un cangrejo atrapado. Y ahora, entre estos tesoros, me he sentido más vacío que nunca. Tenía salud, poder, riquezas… pero nada de eso me llenó.
Descubrí algo que transformó mi vida por completo, Octavio: sin Dios, todo lo que poseía era una ilusión de plenitud… una riqueza que no llenaba, un poder que no sanaba, una libertad que no liberaba. Pero con Él, aún en la enfermedad, la pobreza o el encierro, encontré sentido, propósito… y verdadera paz. Porque tener a Dios no es tener algo más… es tenerlo todo. Y eso, querido amigo, eso sí que es vivir.
Octavio regresó a su cueva esa noche, con el corazón profundamente tocado. Pensó en el sufrimiento de cada uno:
La enfermedad había desgastado el gozo de Pompilio.
La prisión había apagado la esperanza de Cascarón.
La riqueza había vaciado el alma de Don Coralio.
Por primera vez en su vida, entendió que no se trataba de cambiar de vida, sino de cambiar por dentro. No era el trabajo lo que lo agotaba… era el vacío en su alma.
Con lágrimas que se confundían con el agua salada del océano, Octavio dobló sus ocho tentáculos, y con el corazón rendido, oró:
Señor, no quiero cambiar de vida… quiero que cambies mi corazón.
Y así, en medio del mismo arrecife, del mismo trabajo, y con las mismas cargas, Octavio encontró algo que nunca había tenido:
descanso para su alma.